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miércoles, 26 de marzo de 2014

Viaje al Norte. Parte 10. De Asturias a Salamanca.

Me levanto temprano, cargo la moto, desayuno y pago el hotel para irme. Cuando llego a Cangas voy a una pequeña gasolinera a repostar, me lleva cinco minutos y salgo en dirección a uno de los tramos que más me había llamado la atención cuando estuve preparando las rutas del GPS, el desfiladero de Los Beyos. Al fondo del mismo, discurre el río Sella y a sus laterales hay paredes que se me hacen increíblemente altas. Según me voy adentrando parece que las curvas se cierran más, que las montañas se echan más encima de la carretera y cada vez estoy más feliz, me encanta. Paro infinidad de veces a ver y a fotografiar, a veces en pequeñas rectas y en el santo medio de la carretera, por allí no pasa nadie (o al menos en ese momento no).  Nuevamente las curvas son tan cerradas, se trazan en tan poco espacio y tienen la pared tan cerca, que nunca veo que hay en la salida. Además, no puedo utilizar el GPS de copiloto como suelo hacer, porque la carretera no da tregua y porque este ha decidido, que debido a la falta de cobertura por culpa del desfiladero, él prefiere ir como a un kilómetro hacia el oeste de mi verdadera posición y no muestra la carretera en pantalla.



Después de un rato largo veo el final del desfiladero en una montaña que parece estar en el santo medio, pienso “o la bordeo o la atravieso por debajo, eso no hay quien lo suba”. Cuando llego a ella, la carretera se aleja y simplemente la doy de lado. Parece que las curvas se van estirando para hacerse más agradables y rápidamente me veo metido en un pinar. Cuando salgo del pinar noto como la temperatura baja como treinta grados de golpe y estoy helado. Menos mal que había previsto esto y eché los guantes de invierno y un buff al equipaje. Mientras me lo pongo pienso que parece mentira que hace dos días estuviera bañándome en mi propio sudor mientras desmontaba las maletas en Bilbao. Al fondo veo una casa y un mastín, espero que este no me ataque. Reinicio y en una recta, la primera en muchas horas, veo que al final está el pantano de Riaño y que la niebla lo tiene cubierto, da la sensación de que la carretera se acaba al llegar a la niebla. Nuevamente me paro y tomo una fotografía. Cuando arranco, me da por pensar en la canción “Highwail to Hell” y me pongo como un loco a cantarla. Realmente, siempre que hay niebla y no veo  bien, canto esa canción. Llego hasta el embalse y comienzo a pasar por primera vez por encima de él, hay obras y nos paran. Caigo en que, en muy pocos minutos, la niebla ha desaparecido. Pienso que estoy en medio de la nada y en un atasco, ¿de dónde vendrán todos esos coches?. Cuando voy a llegar a Riaño bordeando el embalse el día está perfectamente despejado y el embalse es un espejo, intento hacer una foto, pero la cámara compacta no capta la imagen como quiero. Reanudo y cruzo de nuevo el embalse. La carretera y el embalse parecen locos. Primero el embalse  aparece a mi izquierda, luego a mi derecha y por fin cruzo lo que parece la presa de la cola del embalse.



El paisaje se ha ido transformando casi sin darme cuenta. Ahora llevo una carretera que me permite ir a buen ritmo y trazando, gracias a unas curvas bastante amplias. Miro el reloj y echo cuentas de que voy a llegar tarde a Salamanca para recoger a Julia.
Ya me han abandonado las montañas, o más bien las he abandonado yo a ellas. Ahora el paisaje se está transformando en campos de labranza y las curvas se van estirando hasta convertirse en agónicas rectas. En un momento, descubro que he tirado un waypoint que me supone recorrer una recta de unos once kilómetros, pienso que habrá alguna curva entremedias, pero nada más alejado de la realidad, me trago ese y otros tres waypoints perfectamente alineados, lo que se transforma en unos doce o trece kilómetros de recta. Pienso que en la vida todo está compensado y estoy contrapesando la carretera que he llevado durante dos días por Asturias.

Un poco más adelante el cuerpo pide paz y siento la llamada de las necesidades más básicas, tengo que parar. Entro en un bar y un hombre bastante poco simpático me pone un bocadillo y un refresco mientras yo busco el baño. Me salgo a la terraza y observo mi preciosa montura, hemos tenido un bonito idilio en estos días. A mi pobre compañera la están asediando un ejército de avispas, pero “a ella no la podréis picar malditas”.

Antes de montarme en la moto pago al hombre del bar mientras pienso que ya debería estar jubilado. Me pongo toda la ropa separado de la moto, ya que el ejército de avispas sigue insistiendo, será el calorcito del motor. Arranco y me mofo de ellas, no podéis seguirme. A los 50 metros tengo que pararme, no he puesto a funcionar el GPS y no sé qué calle tomar.
Es tardísimo y Julia ya me llamó para avisarme de que estaba llegando a Salamanca, yo la digo que no creo que tarde mucho, pero en realidad no soy consciente de que sólo he recorrido dos tercios del camino y todavía me falta un trecho. Las carreteras con prisa no se disfrutan igual. Para colmo, llego a un cruce y a carretera que tengo que tomar está en obras, me paran durante 10 minutos hasta que pasa el tráfico del carril que viene en sentido contrario. Como no tengo que hacer y soy el primero de la fila, le pregunto al obrero del cartelito de stop.
  • - Buenos días.
  • - Buenos días.
  • - ¿Sabe cuánto queda para llegar a Salamanca?
  • - Te queda más que a Zamora.
  • - Ya, pero voy a Salamanca.
  • - Pues tienes que llegar a Toro y luego a Salamanca.
  • - Vale, ¿pero eso es mucho?
  • - Un trozo.
  • - Ok, muchas gracias.
Me abre paso y yo comienzo a circular sin haber resuelto ninguna duda sobre el tiempo que debería de decirle a Julia que voy a tardar. Cruzo un pueblo, otro, otro y al final, como predijo aquel hombre del cartel, llego a Toro. Mientras lo cruzo Julia me vuelve a llamar, ha llegado hace un rato y yo la contesto con una conversación similar a la del obrero, “Estoy en Toro”.
Voy corre que te corre sin parar ni para respirar y voy cruzando mogollón de pueblecitos. Para que no me falte la presión, el depósito está casí vacío. Finalmente llego a Salamanca, y es el momento para que salte la reserva, entro sin problemas hasta la estación de autobuses y allí recojo a Julia. Lleva dos horas sentada, sin hacer nada y con un humor de perros, no es para menos. Me escudo en la realidad, no creí que tardaría tanto en cruzar desde Cangas de Onís hasta Riaño. Se monta en la moto y partimos mi enfadada novia y yo para entrar en el hotel.
Parecía fácil localizarlo, pero un sinfín de direcciones prohibidas me hacen perder 20 minutos hasta llegar a la puerta del hostal. Le tengo un poco de miedo, si en Bilbao se llamaba hotel y daba asco estar allí, ¿cómo será esto que se llama hostal? Pues infinitamente mejor. El hostal está regentado por una pareja de cubanos relativamente jóvenes y él parece aber perfectamente todo sobre Salamanca, además, hemos tenido suerte, estamos en ferias y la ciudad está llena de casetas para ir de tapas. Descargamos la moto y le pregunto al regente del hotel por el parking. Me decepciona que el parking que anunciaba el hotel es un parking público que hay debajo del hospital, pero bueno, tengo que dar descanso a mi compañera de viaje y quiero que lo haga bien resguardada. Entro y busco el hueco más cercano a la cabina del vigilante que está ahí las veinticuatro horas y así evito robos. Después de aparcar, nos instalamos y como es muy tarde, nos vamos al centro para hacer una comida/merienda. La ciudad está a reventar, al parecer han comenzado a llegar todos los estudiantes y encima con las ferias, todos los sitios visitables son gratuitos, lo que atrae aún más a los visitantes. Nosotros estamos aquí en estas fechas de casualidad, no lo habíamos planeado así. Pero ya que estamos, lo disfrutaremos pasando el día y medio que nos queda aquí tomándonos cañas y tapas a dos euros por toda la ciudad. Entre tapa y tapa, aprovechamos para visitar Salamanca. También encuentro hueco para que me asalten por unas postales, menudo precio, si lo llego a saber mando un e-mail.












Al día siguiente bajamos hasta el río y presenciamos una exhibición de vuelo acrobático que aprovecho para fotografiar y cuando acaba, seguimos visitando y tapeando. La universidad, donde un tío con un espejito joroba la ilusión que tenía yo por encontrar por mis propios medios la rana, la catedral con su astronauta, la plaza mayor (que es tremendamente parecida a la de Madrid, pero en pequeño), etc. Al final del día lo celebramos tomando cañas y tapas, y no tardamos en irnos a dormir. Mañana queda el camino que menos deseaba que llegara, el de vuelta, me hubiera gustado alargarlo muchísimo más, pero que le vamos a hacer.

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