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miércoles, 2 de abril de 2014

Viaje al norte. Parte 11. Vuelta a Madrid.

Me levanto un poco atolondrado. Quizá las cervezas de ayer, no acostumbro a beber y un par de cañitas me tocan, pero como no había que conducir, vía libre. Me doy una ducha y entre Julia y yo hacemos el equipaje. Empiezan los líos y las despedidas.
Despedidas. Termino el equipaje y bajo a recoger la moto para cargarla, desayunar y salir pitando hacia Madrid. Aprovecho el viaje y en una bolsita bajo las zapatillas que me habían acompañado en el viaje cuando no llevaba las botas. Llevan muchos años conmigo y las tengo cierto cariño, pero por otra parte, ya no son ni el alma de lo que fueron. Por un momento dudo si serán utilizables por alguien, pero finalmente decido dejarlas aparcadas al lado del cubo, siempre podrá haber quien las exprima un poco más, a mí las presiones familiares no me dejaron.
Líos. Después de dejar las zapatillas, me dirijo al parking para liberar a mi compañera. Entro, hago el pago con tarjeta y me dispongo a montarme en la moto. Abro el topcase para coger mi casco y, sorpresa, el casco está en la habitación del hotel perfectamente acomodado dentro del armario. El pánico se apodera de mí durante treinta segundos eternos, pero finalmente despejo la mente y soluciono mi problema. Arranco la moto, y sin casco, decido sacarla del garaje. Todo el mundo alucina al verme, paso la barrera y directamente subo la moto a la acera. La dejo ahí aparcada y subo a por el casco. Con cara de tonto, aparezco en la habitación, le cuento a Julia la situación y me voy a por la moto. Ahora sí, me pongo el casco y tras mil señales de prohibido llego hasta el hotel dando una vuelta monumental. Entre Julia y yo cargamos la moto y vamos a un bar cercano a desayunar. Este es muy pequeño y está hasta la bandera de gente bien vestida, entramos y nuevamente me siento un extraterrestre, no les culpo, debo parecerlo y además hoy me acompaña Julia, con lo cual refuerza mi apariencia. Desayunamos y nos vamos. Me iba acostumbrando a los camareros rancios, pero estos son majos.
Salimos por el sur de la ciudad, pasamos el rio y llegamos a una avenida llena de coches atascados y rotondas. Una mujer despistada casi nos golpea y además ni se entera, perfecto. Una rotonda, otra rotonda, mil rotondas y una rotonda grande después, llegamos a una gasolinera ya a las afueras de la ciudad. Cuando me dispongo a llenarlo, sale un hombre de mediana edad y tenemos una conversación "agradable":
  • - Estate quieto, ya te echo yo que ese es mi trabajo.
  • - Disculpe, es que el depósito tiene una forma un tanto extraña y la manguera corta muy pronto sin estar el depósito lleno. Por eso me gusta echar yo la gasolina.
  • - Pues mi jefe dice que tengo que echarla yo, y eso voy a hacer.
Cuando acaba, me dice la cifra del oro líquido que acabo de echar, y viene nuestra segunda conversación.
  • - Vaya precio tienen aquí la gasolina.
  • - Yo no pongo el precio, son xxx.
  • - Tengo que pagar con tarjeta.
  • - Pasa dentro.
El hombre que me cobra es infinitamente más agradable. Salgo y casi tengo la intención de despedirme del amable gasolinero. La carretera es buena y podemos llevar buen ritmo. Con Julia y todo el equipaje la moto se vuelve extremadamente pesada, con lo que agradezco que no haya demasiadas curvas ni baches. Pero todo esto cambia según me acerco a Ávila y tomo el desvío hacia un pueblo llamado Navales. La carretera se vuelve pobre, y llega un punto me recuerda a aquel camino rural que cogí en Soria. El terreno es bastante llano y se suceden continuamente los campos de labranza. Cuando entramos en la provincia de Ávila, el campo se vuelve algo más verde, el terreno bastante más ondulado y la carretera con bastantes más curvas, aunque estas son muy amplias y fáciles de trazar. Como yo siempre voy cantando, Julia decide arrancarse y mediante el bluetooth del casco, ella se entretiene y yo llevo música. Estoy empezando a fatigarme, llevar a Julia y todos estos kilómetros de días anteriores pasan factura, pero tampoco es que sea alarmante, simplemente noto algo más que en días anteriores. Tras bastantes curvas y repechos llegamos a Ávila por el Noroeste. No nos adentramos en la ciudad y la bordeamos dirección Sur, aunque antes, no puedo evitar un café matutino para descansar, llevamos ya bastante tiempo de seguido en la moto, pero antes paro y tomo la única foto del día.

Lo que puede ser un agradable café, se convierte en una transacción comercial normalita debido nuevamente a la apatía y desinterés del camarero. Que le vamos a hacer, lo de Salamanca sólo fue un espejismo. Volvemos a montarnos en la carretera y seguimos bordeando Ávila hasta su zona sur, cruzamos una rotonda, otra rotonda, mil rotondas y al final cogemos la carretera que nos llevará hasta El Barraco. La carretera es entretenida, curvas sin demasiada dificultad y estupendamente asfaltada. A partir de aquí, tomo la carretera que tantas otras veces he llevado en alguna ruta, San Martín de Valdeiglesias, el embalse del Pantano de San Juan, etc.
Cuando estoy llegando al puedo de Navas del Rey, el calor aprieta, con lo que intento abrirme las cremalleras de la chaqueta. Las del cuerpo las abro sin problemas, las de la manga derecha sin problemas igualmente y la manga izquierda me la tiene que abrir Julia, ya que no puedo soltar el acelerador. Cuando vuelvo a agarrarme al manillar y me dispongo a acelerar para volver a una velocidad de crucero, descubro que la moto no acelera, ronronea como si quisiera apagarse, pero no lo termina de hacer. Maldita sea, llevo mil ochocientos kilómetros y tienes que fallar la moto a treinta kilómetros de casa. Me aparto al arcén e intento arrancarla sin éxito. Nada, lo moto ni se inmuta. No puedo creer que mi compañera de fatigas esté fallando. Cuando voy a mirar donde tengo un buen sitio para alejarme del peligro de los coches que siguen circulando, me doy cuenta. Se me queda cara de tonto nuevamente en un día, me creo tonto hacia mí mismo y estoy seguro de que seré tonto durante un buen rato. En algún momento al moverme para abrir las cremalleras, debí tocar el botón del cortacorrientes de la moto, lo que hizo que la moto se quedara sin suministro eléctrico. Desconecto el maldito botón que me ha mantenido aterrorizado durante un minuto y a la primera pulsación del botón de arranque la moto arranca, me decido a salir y sale maravillosa, con un gran petardazo de la gasolina no quemada y llego a lo que considero el final de la ruta. La rotonda donde empieza la autovía de la M-501, la Carretera de los Pantanos.  Unos kilómetros aburridos de autovía (el segundo tramo en todo el viaje después de la M-40) y llegamos a un Móstoles desierto. ¿Qué estará pasando? Cuando paso por delante de la tienda en la que trabajo, caigo en la cuenta de que es fiesta en Móstoles. Al final llego a casa, aparco en el garaje y cuando desmonto el equipaje me doy cuenta de la cruda realidad, ya he dejado de ser un aventurero, vuelvo a ser un tipo de lo más corriente con una vida corriente.
Me prometo una cosa, no dejaré de viajar en moto con cualquier excusa. Me da igual que sea a la concentración de Pingüinos, por placer o para creerme nuevamente aventurero, viajaré en moto a muchos sitios, lo tengo claro.
De este viaje saco muchas cosas bonitas y una sola cosa que hay quien la ve fea, me ha gustado demasiado viajar solo, y no siempre ha estado bien visto ser un lobo solitario.

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