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martes, 25 de febrero de 2014

Viaje al Norte. Parte 5. De Vitoria a Bilbao.

Después de la comida vuelvo a la moto, y esta vez sin incidentes salgo de Vitoria por una zona industrial al noreste, y la carretera tiene poco que destacar hasta que llego a las proximidades el embalse de Ullibarri-Gamboa. Me paro un momento a echar un vistazo a la presa y después de un par de fotos, reemprendo el camino. Todo el entorno del pantano es una zona bastante verde y bonita.

Paro unos kilómetros más adelante para proveerme de agua, el día es muy caluroso. Hay un grupo de ciclistas tomando unos refrescos que me miran con mucha atención, soy como un extraterrestre, pero veo que no se atreven a preguntarme, supongo que les picaría la curiosidad de ver a un motero en solitario y que evidentemente está viajando por lo que cuenta mi equipaje.

Arranco de nuevo y hago un giro brusco para coger la A-627 y seguir enlazando hasta llegar a Bilbao. Paso por un par de puentes para sortear un el embalse de Urrúnaga y voy disfrutando del paisaje. Me adentro en un valle muy verde como sólo podría ofrecerse en el norte de España. Atravieso y bordeo varios pueblos, y según me voy acercando a ellos la industria de la zona se deja ver, pero al alejarme de cada uno de ellos vuelve el valle verde. El tráfico es cada vez más intenso según me voy acercando a Bilbao, lo cual me obliga a ir menos relajado y más pendiente de la conducción, con lo que me pierdo bastante paisaje. Llega un punto que me agobia (no es que haya el tráfico de Madrid, pero llevo dos días casi enteros rodando por carreteras prácticamente solitarias) y decido buscar una pista para parar un rato, echar un traguillo de agua y disfrutar del paisaje. Busco varias pistas que salen de la carretera pero ninguna me convence, finalmente encuentro un camino asfaltado entre Areatza y Artea, que se va estrechando cada vez más. Al final desaparece el asfalto y se queda una pista de hormigón, decido que no ha sido buena idea salirme aquí de la carretera y miro para dar la vuelta, pero sólo existe un inconveniente, es tan empinada, que con el peso de la moto, me va a ser imposible dar la vuelta sin algún sustillo. Al final en un pequeño apartado que está medianamente plano doy la vuelta no sin dificultades. Con una sudada encima de mil demonios por el esfuerzo, tomo un trago de agua y miro el paisaje. Tiene que haber mil senderos que recorrer y mil caminos que lleven a lugares encantadores en este valle, y yo me meto por una pista de hormigón con una inclinación de no menos del 25%. Vuelvo a la cordura, caigo en que estoy solo y cualquier pequeño inconveniente podría volverse un gran problema. No soy muy valiente en este aspecto, pero una vez que se me volcó la moto, tuvimos que levantarla entre tres, seguramente habrá buenas técnicas para hacerlo uno mismo, pero yo las desconozco en ese momento.


Resignado vuelvo a la carretera para seguir hasta Bilbao. Los pueblos cada vez están más cercanos entre sí, hasta que llega un punto que parece que todos los pueblos son uno, cuando de pronto, me encuentro en el término municipal de Bilbao.

Localizo rápido el hotel frente al Teatro Arriaga, pero está a la otra orilla de la Ría. El GPS me indica que cruce un puente y estaré justo en la puerta del hotel. Nada más lejos de la realidad. Por este puente sólo pueden circular taxis y autobuses. Me dirijo al siguiente puente, cruzo a la otra orilla y empieza el calvario. Todas las calles que me acercan hasta el hotel son prohibidas. Sabiéndome multado en Vitoria, no iba a probar suerte y adentrarme por un tramo pequeño de prohibida hasta el hotel. Tendré que buscar. Recorro una zona en la que los edificios parecen todos sedes institucionales. Esta, da una zona donde veo varias tiendas de “El Corte Inglés”, una estación de tren, pero sigo sin encontrar la dirección correcta para llegar hasta el  hotel. Finalmente bajo una callejuela y me adentro durante unos 15 metros por prohibida, se acabó dar vueltas. Cambio la moto de sentido y aquí no ha pasado nada.

Cuando subo empiezo a percatarme de la nueva aventura que me espera. La recepcionista del hotel no habla ni una palabra de castellano, pero doy gracias de que es brasileña y el portugués no es tan distinto de nuestra lengua. Al final, otra mujer con un vestido negro muy ceñido y muy arreglada se ofrece a bajarme hasta el garaje donde dejaré la moto durante la noche. El garaje es de lo más oscuro y me da un poco de reparo, pero espero que mi compañera de viaje esté bien. Desmonto las alforjas para subirlas a la habitación y el calor de esos días empieza a dar señales, estoy sudando como hacía tiempo que no lo hacía, más bien me estoy bañando en mi propio sudor. Para cuando acabo estoy totalmente empapado. Subo hasta la recepción y me dan las llaves, aquí empieza el capítulo dos de la siniestra aventura hotelera.

Entro en la habitación y lo primero de que me doy cuenta es que el suelo está totalmente roto y las baldosas se mueven. Tengo miedo de cortarme con lo que no me quito las botas. Cuando miro detenidamente las paredes, veo que están llenas de mosquitos aplastados. Me decido a abrir las ventanas para ver si entra algo de fresco, aquello parece una sauna entre la humedad y el calor. La ventana de la habitación da a un patio con otras habitaciones a menos de tres metros. Decido dejar ésta cerrada y abrir la del baño, pero veo un patio de menor tamaño, en el que hay una chimenea y que a juzgar por el olor, provenía de un restaurante chino. En ese momento decido que es mejor no ventilar.

A la vista de la habitación que me habían asignado, decido inspeccionarla mejor. Veo que las sábanas están bien limpias, pero al mirar en el baño descubro que la barra de la cortina se había cambiado de cromada a oxidada y que el óxido también habitaba en las cortinas. Después de un rato meditándolo, decido que sólo es una noche ya que mañana partiré a Cantabria y a Asturias, y que pasaré la noche aquí a pesar de que el estómago me pida buscar otro hotel.La ducha se convierte en una aventura. Tiro toallas limpias en el suelo de la bañera, me pongo unas sandalias que traigo, abro la cortina y evito tocar la pared a toda costa. Quien sabe lo que podría haber ahí.


Después de la ducha cruzo hasta el Teatro Arriaga y cojo dirección hacia el museo Guggenheim. Cruzo nuevamente la Ría y decido tomarme una horchata en un puesto que hay cerca del museo. Tengo una conversación bastante agradable y muy cómica con la señorita del puesto:

-          Buenas tardes.
-          Buenas tardes, ¿qué quería?
-          Me pone una horchata.
-          Tengo dos tamaños, el de dos euros con cincuenta o el de cuatro euros.
-          Vengo muerto de calor, póngame el de cuatro euros con cincuenta.
-          Es de cuatro euros.
-          No, el de cuatro cincuenta, el grande que tengo mucho calor.
-          Ya, pero el grande es el de cuatro.
-          Bueno, ponme el que quiera, que con este calor no rijo.

Ambos nos reímos durante buen rato por mí atontamiento y finalmente me pone la horchata de cuatro euros, me aparto y cuando me quiero dar cuenta, la he acabado.

Visito los alrededores del impresionante museo con todas sus esculturas y después de tomar varias fotografías decido volver a la zona del casco viejo para buscar postales y escribir mi diario de viaje. Antes, y a la vista de que llevo una cámara muy vistosa, varios turistas me piden que les haga fotos. A un par de ellos les hago la broma de “No, lo siento pero no se hacer fotografías” y a otra pareja la de “¿Si ahora salgo corriendo con la cámara?”. Los segundos se ríen, los primeros parecen malayos y parece no interesarles la broma nada en comparación con lo interesante de la foto.

Ya de vuelta al Casco Viejo, entro en una tienda y me compro una botella de refresco, tanto calor va a deshidratarme. También aprovecho y pregunto dónde comprar postales y sellos. Entro a comprar las postales, durante la compra tengo una conversación muy amena con la dependienta sobre la temperatura que está haciendo estos días, me dice que para nada es normal. En contraste, el estanquero resulta ser un pelín soso y bastante desagradable, con lo que la compra de sellos es bastante rápida.

Una vez hechas las compras, entro en la Plaza Nueva y me siento en una terraza abarrotada de gente que está atendida por una mujer muy mayor y muy agradable que no para de un lado a otro. La plaza tiene una vida increíble, por todos los rincones hay gente y niños jugando.

Me tomo una cerveza aprovechando que no tengo que conducir más y escribo las postales.
Después de la cervecita recorro la plaza y voy en busca de una oficina de correos. Echo las cartas y nada más soltarlas me da la sensación de que la oficina de correos está un poco abandonada, espero que al menos pasen a recoger las cartas del buzón.

Me doy un buen paseo visitando el casco viejo casi en su totalidad y cuando me cae la noche busco algún sitio para cenar. Ceno y vuelvo al hotel.

En el hotel preparo la ruta del día siguiente y consulto la posible sanción que me llegará desde Vitoria. Esta era de cuarenta y cinco euros hasta hace unos meses, pero cambiaron la normativa municipal y hoy por hoy asciende a doscientos euros, que alegría. Estoy muy cansado, pongo en la tele un concurso que no recuerdo bien y antes de segundo acierto del concursante ya no soy consciente.

La carretera de mañana promete y estoy seguro de que el hotel donde llegue será mucho mejor que el antro donde he caido esta noche. 

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